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LA ÉTICA DE LA ADMINISTRACIÓN.
¡Qué difícil es entender la problemática de los administradores! Cierto. Cuando nos acercamos a cualquier mesón y debemos enfrentarnos con el pequeño hombre aquel, atrincherado tras un escritorio, miope de ojos y de espíritu, en el primer caso debido a la suerte monótona de su vida enhebrada día a día en la más oscura soledad; en el segundo, debido a la situación en que ha sido colocado por la sociedad, enfrentando el lamento de los usuarios, cuyos aires tenebrosos lo persiguen hasta su cama; y los reglamentos, dictámenes y decretos, entes grafológicos que pernoctar su eternidad en los archivos de nuestro hombre pequeño, y las órdenes de un superior instalado por obra y gracia de una ocasional diferencia de sufragios, que permitió a su diputado ascender hasta el hemiciclo de los tribunos y el cargo, puesto, tarea o función, le ha llegado, entonces, como obra de los más efusivos agradecimientos, que ciertamente lo dejan comprometido hasta la próxima elección.
Un sobrino muy proactivo en dar consejos y tributar enseñanzas manifestó en una ocasión a un cercano: “Oye, te aseguro que mi empresa está blindada a las influencias”, refiriéndose a la empresa donde trabajaba. Puede ser ello cierto, respecto de todos los demás, pero nunca de él, pues, su calidad de empleado la había obtenido como resultado de un reparto político en una etapa de gran desconfianza.
Todo ello nos provoca a razonar en la percepción que para el hombre común no hay nada más bochornoso que el origen y desarrollo de los administradores. Siempre y en todos los casos se encuentra la apertura suficiente para evitar el enfrentamiento moral, la evaluación ética y entrar con rienda suelta al terreno de lo escabroso y difícil de explicar, tanto como de entender.
Jamás se ha agudizado la vista ni el olfato en determinar quiénes son, ni como son aquellos que deben poner su alma en el servicio a los demás. Todo se ha convertido en una trampa, en una feria de las pulgas, donde cada cual lleva sus miserias a vender a otros miserables, entendidos estos términos en el plano estrictamente espiritual, dado que la miseria física o material, esconde a veces verdaderos tesoros humanos, por ello distingo a fin que los perseguidos por la providencia no sean confundidos con estos otros, hombrecillos deshonestos, traficantes de los dolores y las preocupaciones, ociosos crónicos que no advierten las necesidades personales de los desventurados que acceden a requerirlos. Nunca he conocido hasta este momento de mi vida, un personaje que no se haya estructurado en este perfil diabólico en la administración de los entes jurídicos, públicos o privados.
No existen normas morales ni principios éticos para su adiestramiento. Ahí están sujetos unos y otros, quejándose de exceso de trabajo, llorando sus derrotas interiores, haciendo discursos contra toda autoridad que se proponga afectarlos, juntando fuerzas contra quienes desengañados y aburridos, exhalan de vez en cuando una exclamación de repudio a sus conducta indiferente, abúlica, sin razón, sin estímulo, sin creatividad.
¿Quién es culpable de ello?, tal vez nosotros mismos, nuestra incapacidad de acción ha permitido que todo lo bueno de este mundo se vaya deteriorando ante nuestros ojos. La paz de mi pueblo natal ya no existe, se ha cambiado por alumbrado público, discotecas, licor en abundancia, sexo fácil y, ciertamente, la droga. Es el pago exigido por la implantación mecánica de un sistema ajeno absolutamente a nuestra idiosincrasia.
Este drama se vive hoy no en cada pueblo como el mío, sino, en cada barrio, en cada esquina, en cada escuela, en cada hogar mal formado. Todo ello es nuestra culpa, lo hemos permitido. No tenemos fuerza, mística ni valor, hemos permitido que hombres incapaces ocupen altos cargos sólo para usufructuar de la cosecha del huerto en que todos trabajamos.
Un colega conocido por su afiliación en la derecha tradicional me comentaba: “lástima, hombre, que el Presidente no tenga quien lo apoye”, refiriéndose a que sus propios partidarios eran ineptos y mediocres, o por lo menos así aparecían frente a la figura portentosa del Presidente, estadista de alto vuelo, tal vez, el último de una antigua generación de grandes políticos. En cambio, en su administración afloran como desechos en una acequia los malos elementos que no permiten el progreso del país, ni la consumación del bien común, personajillos que atascan la vertiente de los beneficios colectivos y son verdaderos obstáculos que acosan el agua y la descomponen. Los hombres de la administración no tienen claros cuáles son sus obligaciones y deberes.
Tal vez, exageran sus derechos sin haberse preguntado nunca ¿yo sirvo? ¿Doy satisfacción a las necesidades de mi prójimo? ¿Instruyo, explico, atiendo con humildad, devoción y gentileza? ¿Me entrego de lleno a cumplir el cometido que la sociedad me ha designado? ¿Entrego una solución? Esto no es problema de dineros más o dineros menos. Sabemos cuáles son las condiciones preestablecidas en la administración pública o privada, de tal manera que no podemos, una vez en ella, dedicarnos únicamente a la recompensa económica, sin haber antes efectuado una prodigiosa introspección que nos lleve a definirnos como personas de bien, capaces de responder a las exigencias sociales, de la mejor forma y con todo nuestro conocimiento y fuerza.
Quien no esté dispuesto a ello, por obligación debe renunciar a sus funciones y permitir que otro más apto y más leal a la sociedad tenga la posibilidad que el derrocha. Ello, si es valedero para el funcionario, es doblemente valedero para el superior. La jerarquía no implica únicamente facultad de mando. También tiene una exigencia de excelencia.
La excelencia de la dirección o la jefatura, se manifiestan en el carisma con el que el jefe innova en el sistema, lo pule, lo adapta, lo hace amigable para el funcionario y para el usuario; tiene ideas y es capaz de inflamar el espíritu de sus subordinados para hacer de ellas una realidad de eficiencia y productividad, en los mejores términos para los que necesitan el servicio o el bien.
La Administración necesita de una regla moral, pero no es necesario inventar ninguna, ya está en el catálogo axiológico: “Ama a los otros como a ti mismo”.
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